De qué se trata esto?

miércoles, 14 de julio de 2010

Sesión 01 07 2010

Tras casi seis meses de pausa, me siento medio perdido y estancado, y arreglo una sesión con Alicia.
El día anterior tengo una charla con Luc, le cuento que me aburro, que estoy medio harto de todo.
Me pregunta espontáneamente “¿a vos lo lúdico te sale solamente cuando hay chicos cerca, no?”.
Con la claridad con que se ve lo que siempre estuvo ahí respondo, sorprendido, que si.
La idea me queda picando todo el día.

El reencuentro con Alicia es un poco tenso, lo primero que hace es volver a criticarme, básicamente, todo.
Recuerdo que por esto me fui meses atrás. Pero en los últimos días vengo tomando overdosis de ginseng y, sorprendentemente, me pone de muy buen humor, así que consigo callarme hasta el momento de decirle que considere lo dicho como dicho, que no estoy de acuerdo y que lo dejemos de lado.
“Pero si no estás de acuerdo con esto, mi terapia no te va a servir de nada”, dice.
Le digo que tampoco estoy de acuerdo con eso, y que nada más probemos.

Con la flexibilidad que la caracteriza, da inicio al trabajo.

Lo primero que veo al entrar en trance es a mí mismo, desnudo, corriendo hacia una puerta tras la cual se ve aire libre y colores muy intensos.
Apenas la cruzo todo se convierte en un conjunto de colores muy, muy brillantes que giran, como un juguete de plástico visto desde demasiado cerca.

Noto que hay más cosas iguales girando, pero no consigo abstraer la mirada lo suficiente para tener una perspectiva. La sensación que acompaña todo es de mucha alegría, mayormente, y una pequeña angustia simultánea por no lograr una panorámica.
La perspectiva me recuerda la de la visión infantil, con todo muy cerca, y me suena peligrosa.
Pero los colores son brillantes, y la sensación base es de mucha alegría.

Las cosas de colores girando son una especie de parque de diversiones, se vuelve evidente.
Un Rogelio niño, también desnudo, está muy contento de verlo, y por un rato me abstraigo en eso, aunque la sensación de peligro por la falta de perspectiva sigue sonando como una alarma obsesiva a volumen mínimo.
De repente aparece una segunda sensación de disconformidad: está bueno quedarse, y no lo está.
También hay que moverse.

Aparecen los pies de un Rogelio gigante, enorme, con la cabeza por las nubes, que tras un momento toma el parque de diversiones entero en sus manos y, sosteniéndolo cerca del pecho, se lo lleva tras las colinas.

Entre todos los juegos de plástico brillante, hay un rincón hecho de carne violeta. El color es la indicación de un estado, una especie de angustia o depresión.

Cuando Rogelio gigante apoya el parque de diversiones en su nueva locación, veo a Rogelio niño, contentísimo, con las manos en la cintura como un patrón de estancia. Disfruta por anticipado todo lo que va a jugar. Es totalmente cierto, pero la sensación de peligro no me abandona.

Rogelio niño se lanza a jugar, corre, salta, aparece en todos los juegos casi a la vez. Sé que está en el máximo de alegría posible, pero su excitación me parece peligrosa, como cuando veo niños con exceso de coca cola en mac donalds.
Aparecen muchos más nenes, todos juegan en mi parque de diversiones. Todos corren, saltan, juegan totalmente olvidados de todo lo que no sea jugar y excitados al mango.
Una parte mía permanentemente espera el desborde: que se choquen, se caigan, se peleen.
Tanta energía y tanto movimiento no pueden existir en armonía.

De esta preocupación se empieza a abstraer, a rezumar, un Rogelio de treinta años, también desnudo. No sé que onda, la desnudez, hoy. No me molesta, en todo caso.
Este Rogelio treintañero, exudado de la preocupación empieza a sentirse triste. Por el inevitable y seguramente cercano quiebre de la alegría.
Ve a Rogelio chico, que de repente convoca a todos los chicos del parque para decirles algo, proponerles un juego.
Se pone más triste, porque sabe que no va a funcionar: que no le van a hacer caso, o que le van a hacer caso y muy rápidamente se van a dar cuenta de que la propuesta carece de interés y gracia.

Una imagen de Rogelio chico en la oscuridad, parcialmente atado al suelo por barro desde los pies hasta los hombros aparece enseguida. Sé que lo lastro, me identifico con Rogelio de treinta, descreído, y sé que lo lastro. Que mi falta de fe le pesa a Rogelio chico.

Me amargo y me retraigo más aún, y aparezco, treintañero, enfurruñado y desnudo, sentado en el lugar violeta del parque de diversiones. Ese lugar era yo desde el principio, noto.

Me doy cuente de que mi presencia es incompatible con la diversión: mientras yo esté, los chicos no van a poder divertirse. Rogelio chico no va a ser totalmente libre de abandonarse al juego y la alegría despreocupada.
Porque mi preocupación, y mi falta de confianza le pesan y lo coartan.

Noto que no puedo cambiar de actitud. Deseo que todo fluya, pero simplemente no encuentro el lugar desde dónde cambiar mi actitud.
No puedo.
Me rindo.

Recuerdo un Rogelio que tuvo que ser quemado por no poder abandonar, por estar anclado a un recuerdo irremediable.
Voluntariamente incendié la habitación donde había ocurrido eso en mi visualización, pero el Rogelio victíma de esa habitación no podía abandonarla.
Un fantasma encadenado.
Así que le prendí fuego a la habitación y lo dejé adentro.
A que muriera.
Si tu ojo izquierdo.

Me asusté, dolorido, al recordar eso, pensando que tal vez debería hacerlo de nuevo.
No quería, pero tampoco quería ser el lastre ante la alegría de vivir de mis otras partes. Y no conseguía cambiar de actitud. Y no veía otra salida. Y no sabía cómo hacerlo, tampoco.

Aparece Rogelio chico, muy sereno, frente a Rogelio treintañero enfurruñado, con el que sigo identificado. Soy yo. Con el diálogo mudo de las visualizaciones, Rogelio chico me cuenta, con una seriedad muy sencilla y dulce, que no esto no puede ser sin Rogelio grande.
No hay fiesta sin mí.
No puedo morir, no tengo que irme, ni transformarme, ni nada.
Nada más que estar.
Se lo ve tan serio, tan confiado. No está enojado de que le estropee la fiesta, no comparte mi falta de confianza. Confía en sí mismo, y extrañamente, en mí también.

Está absolutamente sereno, en una pausa de su juego frenético, sin inercia: no hay agitación, no hay backlash por frenar su acelere, no hay tristeza ni impaciencia. Está totalmente centrado y seguro.
Es intocable, lo sé. Nada puede tocar ya a Rogelio chico.

Me quedo, aferrado a mi desconfianza. No sé qué hacer, cómo dejar de ser un lastre.

Y escucho, desde algún lado, a Rogelio gigante, con los pies en la tierra, la cabeza en las nubes y un ojo mirándonos por alguna ventana. Dice que él nos lleva, que nos sostiene a todos.
A todos: a todo el parque de diversiones, y a mi también.
A Rogelio enfurruñado también.

La misericordia de la afirmación sopla como un viento a mi alrededor, me quedo quieto mientras veo a Rogelio gigante llevando todo, a Rogelio chico que se retira a esperarme y simultáneamente me acompaña, y me desidentifico de Rogelio enfurruñado.

Y lo veo, pasando los segundos, aliviarse. Aburrirse de estar autoexcluído. Darse cuenta de que no es responsable de lastrar a nadie, y tampoco es responsable de sostener a nadie. Hay uno más grande, que lo sostiene todo. Y la culpa da lugar, en pasos sucesivos e instantáneos, al aburrimiento, a la curiosidad, a las ganas de ver qué pasa afuera.
Se levanta y sale, se acerca a los niños que juegan.
Se mezcla entre ellos.
Salgo del trance.

Nos abrazamos con Alicia, no sé si piensa que esto sirvió, pero estamos contentos. Muy contentos.

No quedamos en otro encuentro.

























Mi parque de diversiones visto por Sanx.

Sesión 01 07 2010

Tras casi seis meses de pausa, me siento medio perdido y estancado, y arreglo una sesión con Alicia.
El día anterior tengo una charla con Luc, le cuento que me aburro, que estoy medio harto de todo.
Me pregunta espontáneamente “¿a vos lo lúdico te sale solamente cuando hay chicos cerca, no?”.
Con la claridad con que se ve lo que siempre estuvo ahí respondo, sorprendido, que si.
La idea me queda picando todo el día.

El reencuentro con Alicia es un poco tenso, lo primero que hace es volver a criticarme, básicamente, todo.
Recuerdo que por esto me fui meses atrás. Pero en los últimos días vengo tomando overdosis de ginseng y, sorprendentemente, me pone de muy buen humor, así que consigo callarme hasta el momento de decirle que considere lo dicho como dicho, que no estoy de acuerdo y que lo dejemos de lado.
“Pero si no estás de acuerdo con esto, mi terapia no te va a servir de nada”, dice.
Le digo que tampoco estoy de acuerdo con eso, y que nada más probemos.

Con la flexibilidad que la caracteriza, da inicio al trabajo.

Lo primero que veo al entrar en trance es a mí mismo, desnudo, corriendo hacia una puerta tras la cual se ve aire libre y colores muy intensos.
Apenas la cruzo todo se convierte en un conjunto de colores muy, muy brillantes que giran, como un juguete de plástico visto desde demasiado cerca.

Noto que hay más cosas iguales girando, pero no consigo abstraer la mirada lo suficiente para tener una perspectiva. La sensación que acompaña todo es de mucha alegría, mayormente, y una pequeña angustia simultánea por no lograr una panorámica.
La perspectiva me recuerda la de la visión infantil, con todo muy cerca, y me suena peligrosa.
Pero los colores son brillantes, y la sensación base es de mucha alegría.

Las cosas de colores girando son una especie de parque de diversiones, se vuelve evidente.
Un Rogelio niño, también desnudo, está muy contento de verlo, y por un rato me abstraigo en eso, aunque la sensación de peligro por la falta de perspectiva sigue sonando como una alarma obsesiva a volumen mínimo.
De repente aparece una segunda sensación de disconformidad: está bueno quedarse, y no lo está.
También hay que moverse.

Aparecen los pies de un Rogelio gigante, enorme, con la cabeza por las nubes, que tras un momento toma el parque de diversiones entero en sus manos y, sosteniéndolo cerca del pecho, se lo lleva tras las colinas.

Entre todos los juegos de plástico brillante, hay un rincón hecho de carne violeta. El color es la indicación de un estado, una especie de angustia o depresión.

Cuando Rogelio gigante apoya el parque de diversiones en su nueva locación, veo a Rogelio niño, contentísimo, con las manos en la cintura como un patrón de estancia. Disfruta por anticipado todo lo que va a jugar. Es totalmente cierto, pero la sensación de peligro no me abandona.

Rogelio niño se lanza a jugar, corre, salta, aparece en todos los juegos casi a la vez. Sé que está en el máximo de alegría posible, pero su excitación me parece peligrosa, como cuando veo niños con exceso de coca cola en mac donalds.
Aparecen muchos más nenes, todos juegan en mi parque de diversiones. Todos corren, saltan, juegan totalmente olvidados de todo lo que no sea jugar y excitados al mango.
Una parte mía permanentemente espera el desborde: que se choquen, se caigan, se peleen.
Tanta energía y tanto movimiento no pueden existir en armonía.

De esta preocupación se empieza a abstraer, a rezumar, un Rogelio de treinta años, también desnudo. No sé que onda, la desnudez, hoy. No me molesta, en todo caso.
Este Rogelio treintañero, exudado de la preocupación empieza a sentirse triste. Por el inevitable y seguramente cercano quiebre de la alegría.
Ve a Rogelio chico, que de repente convoca a todos los chicos del parque para decirles algo, proponerles un juego.
Se pone más triste, porque sabe que no va a funcionar: que no le van a hacer caso, o que le van a hacer caso y muy rápidamente se van a dar cuenta de que la propuesta carece de interés y gracia.

Una imagen de Rogelio chico en la oscuridad, parcialmente atado al suelo por barro desde los pies hasta los hombros aparece enseguida. Sé que lo lastro, me identifico con Rogelio de treinta, descreído, y sé que lo lastro. Que mi falta de fe le pesa a Rogelio chico.

Me amargo y me retraigo más aún, y aparezco, treintañero, enfurruñado y desnudo, sentado en el lugar violeta del parque de diversiones. Ese lugar era yo desde el principio, noto.

Me doy cuente de que mi presencia es incompatible con la diversión: mientras yo esté, los chicos no van a poder divertirse. Rogelio chico no va a ser totalmente libre de abandonarse al juego y la alegría despreocupada.
Porque mi preocupación, y mi falta de confianza le pesan y lo coartan.

Noto que no puedo cambiar de actitud. Deseo que todo fluya, pero simplemente no encuentro el lugar desde dónde cambiar mi actitud.
No puedo.
Me rindo.

Recuerdo un Rogelio que tuvo que ser quemado por no poder abandonar, por estar anclado a un recuerdo irremediable.
Voluntariamente incendié la habitación donde había ocurrido eso en mi visualización, pero el Rogelio victíma de esa habitación no podía abandonarla.
Un fantasma encadenado.
Así que le prendí fuego a la habitación y lo dejé adentro.
A que muriera.
Si tu ojo izquierdo.

Me asusté, dolorido, al recordar eso, pensando que tal vez debería hacerlo de nuevo.
No quería, pero tampoco quería ser el lastre ante la alegría de vivir de mis otras partes. Y no conseguía cambiar de actitud. Y no veía otra salida. Y no sabía cómo hacerlo, tampoco.

Aparece Rogelio chico, muy sereno, frente a Rogelio treintañero enfurruñado, con el que sigo identificado. Soy yo. Con el diálogo mudo de las visualizaciones, Rogelio chico me cuenta, con una seriedad muy sencilla y dulce, que no esto no puede ser sin Rogelio grande.
No hay fiesta sin mí.
No puedo morir, no tengo que irme, ni transformarme, ni nada.
Nada más que estar.
Se lo ve tan serio, tan confiado. No está enojado de que le estropee la fiesta, no comparte mi falta de confianza. Confía en sí mismo, y extrañamente, en mí también.

Está absolutamente sereno, en una pausa de su juego frenético, sin inercia: no hay agitación, no hay backlash por frenar su acelere, no hay tristeza ni impaciencia. Está totalmente centrado y seguro.
Es intocable, lo sé. Nada puede tocar ya a Rogelio chico.

Me quedo, aferrado a mi desconfianza. No sé qué hacer, cómo dejar de ser un lastre.

Y escucho, desde algún lado, a Rogelio gigante, con los pies en la tierra, la cabeza en las nubes y un ojo mirándonos por alguna ventana. Dice que él nos lleva, que nos sostiene a todos.
A todos: a todo el parque de diversiones, y a mi también.
A Rogelio enfurruñado también.

La misericordia de la afirmación sopla como un viento a mi alrededor, me quedo quieto mientras veo a Rogelio gigante llevando todo, a Rogelio chico que se retira a esperarme y simultáneamente me acompaña, y me desidentifico de Rogelio enfurruñado.

Y lo veo, pasando los segundos, aliviarse. Aburrirse de estar autoexcluído. Darse cuenta de que no es responsable de lastrar a nadie, y tampoco es responsable de sostener a nadie. Hay uno más grande, que lo sostiene todo. Y la culpa da lugar, en pasos sucesivos e instantáneos, al aburrimiento, a la curiosidad, a las ganas de ver qué pasa afuera.
Se levanta y sale, se acerca a los niños que juegan.
Se mezcla entre ellos.
Salgo del trance.

Nos abrazamos con Alicia, no sé si piensa que esto sirvió, pero estamos contentos. Muy contentos.

No quedamos en otro encuentro.

























Mi parque de diversiones visto por Sanx.